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SIN PALABRAS

Paso a paso recorriendo la senda vital en tiempos adversos, meditando sobre el devenir del ser humano. Intentando explicar su modus operandi, aunque a veces no le hallo sentido alguno.

Contemplo el alrededor más próximo. Almas que van y vienen, con o sin destino concreto. Edificaciones de estados y edades diversas, con funciones variables según necesidad. Una vieja fábrica puede tornarse en albergue, un asilo o un parking. Un domicilio puede trasmutar a una sede de reunión de un colectivo…

Algunos árboles reclaman el espacio que un día fue de sus ancestros, con desigual resultado. Nuestra querida mano no tiene compasión por el medio que no cobija.

Nunca le hemos dado importancia a aquello que realmente lo posee y se lo hemos concedido a nimiedades que nos han llevado al desastre.

Yo misma me hallo en este preciso instante sin rumbo, sólo paseo entre los millones de personas que me rodean. A cabo de ver un pequeño banco. Camino hacia él y me siento. Respiro con profundidad y levanto la mirada. Es tan extraño todo. Como especie, supuestamente superior, hemos creado el lenguaje, las palabras para expresar sentimientos y pensamientos. Y sin embargo, sufrimos la censura. Siempre se dijo: “de aquellos barros, estos lodos” No sé cuándo ni cómo comenzó, pero debido a la cesión involuntaria y sin reticencia del poder, hemos perdido todo hábito de pensamiento. Lentamente se nos alienó, se nos deseducó y por fin se nos amoldó a los nuevos valores que imperan.

Contemplo a mis congéneres. Sus rostros intentan ser inexpresivos, sus pasos son algo acelerados, en pos de bagatelas. Suspiro apesadumbrada. Entre los sonidos ambientales, escucho sus desesperados gritos en el silencio de sus mentes. Soledad, angustia, miedo… Algunos intentan sobresalir preguntándose “¿qué es lo que ha ocurrido?” sin que se les note.

De pronto, un coche gris, de sobra conocido, para en un arcén. Tras abrirse las puertas, varios hombres salen y rodean a una muchacha. Uno de ellos le ha cogido de la coleta y le ha arrastrado. Perdiendo el equilibrio la pobrecilla. Otro ha abierto el maletero del vehículo. De él ha sacado cuatro balizas y las ha colocado alrededor de ella, obligándola a levantarse. Todo el mundo se ha parado de inmediato a observar la escena.

Uno de los hombres le ha entregado un megáfono y una hoja, para que comience a leer todos sus delitos como ciudadana incívica. Pensamientos no alineados con los valores actuales, que ella había impreso y repartido subrepticiamente en octavillas. Después ha dicho su nombre completo. El público la vitupera, la señala con el dedo y la silba con desprecio. Acto seguido, los hombres recogen y se la llevan. Simplemente pedía poder opinar. Los transeúntes siguen sus caminos.

¿Qué será lo próximo considerado delito más allá del “civismo” y los buenos modales “clásicos”? ¿Es tan mudable el concepto del bien y del mal? ¿Se puede permitir el miedo y el silencio como medio de control del ser humano por el bien de la comunidad? ¿Es ético, esta ética?

Nadie se atreve a decir nada, actuando conforme a los patrones establecidos.

Yo, tengo miedo de que un día, algo que dije o escribí, pueda ser punible en el ahora y sufra sus consecuencias. Creo sinceramente, que se debería provocar una revolución. Pero ¿cómo? ¿Quién estaría dispuesto? Me levanto y echo a andar, no sea que se me note en la cara que estoy pensando.

DULCE HOGAR

Llegaron a la caída del sol. Con una llave maestra abrieron la puerta y, en el silencio más absoluto se adentraron en el salón, la cocina, el cuarto de baño, la sala de estar y finalmente las habitaciones. Hasta hallarlos en la esquina del cuarto de matrimonio. Agazapados en la oscuridad.

Los cuatro integrantes de la familia fueron atados de pies y manos, además de haberles puesto mordazas. De sus rostros emergían las lágrimas de impotencia, de angustia. No había forma plausible de defenderse.

Los arrastraron por todo el domicilio donde habían morado durante años, hasta la calle, donde fueron arrojados en un vehículo.

Tras algo más de una hora, el coche frenó. Las puertas fueron abiertas y unas figuras altas y de gran constitución, tiraron de los cuatro hacia afuera. Y con un golpe seco, las volvieron a cerrar tras ellos. Les quitaron las cuerdas y mordazas. Tras un momento eterno, se oyeron unas siniestras risas. Ellos se subieron al coche desapareciendo en el horizonte.

El matrimonio junto a sus hijos, ambos menores de edad, se juntaron por las espaldas.

Poca luz alumbraba para distinguir qué había en derredor. Un par de viejas farolas de escasos lúmenes, unas pocas estrellas y la luna que se encontraba completa.

Asustados y con los ojos totalmente abiertos, trataban de captar su entorno. A diversas distancias, decenas de ojos les observaban a ellos. Algunos agrupados, otros dispersos. La mayoría, inmóviles y silenciosos. Pero unos pocos con aire inquisitivo, dudaban de si acercarse al nuevo grupo de recién llegados.

El lugar era desolador. Se podía vislumbrar varias viejas edificaciones, el suelo era de adoquines desgastados, muchos de ellos fuera de su posición. Callejuelas que conducían a algún lugar, sumidas en la penumbra. Una toma de agua de bomberos se veía a escasos metros de donde se encontraban. Parecía haber un parque infantil al fondo, con columpios como de otra época. Era extraño. Un dulzor pestilente emanaba por doquier.

El pequeño dio un respingo al notar cómo se acercaba algo. Los padres giraron rápido sus cabezas mientras intentaban no entrar en pánico. Un ser se movía cerca de ellos. Portaba una vestimenta muy larga, como una casaca oscura y raída. Su respiración era profunda y rítmica. Caminó alrededor de ellos y se marchó hacia donde estaban los demás. Se mantuvieron distantes.

Los padres se miraron preguntándose qué habían hecho para esto. Tras muchos años de lucha, esfuerzo y trabajo, la situación pudo con ellos. Y la desprotección fue súbita.

La noche transcurrió terrible, desconcertante y larga. ¿Dónde estaban? ¿Por qué les habían llevado allí? ¿Qué eran esos seres que habitaban aquel lugar?

De forma paulatina, la luz del día bañaba la escena. La familia comenzó a contemplar a los propietarios de aquellos ojos que les habían acechado en la noche.

Eran otras personas. Niños, ancianos, padres y madres con sus pequeños. Los edificios y las calles mostraban su abandono. En otro tiempo, el lugar debió tener una intensa vida.

Uno de ellos se les acercó:

“¿Qué entidad les ha desahuciado aquí?”

La familia se miró sin saber qué responder.

Una voz lejana, cansada y dolorida gritó:

“¿Es que no tenemos derechos frente a las crisis provocadas por la especulación bursátil? ¿Nuestras vidas carecen de valor? ¿No hay necesidades básicas, sólo elementos rentabilizables? ¿Por qué se nos condena al ostracismo social?”

La desazón, la incertidumbre y el terror más absoluto ante la desprotección, invadió a todos los presentes.